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Cuando Dolores terminó el bachillerato en el colegio de monjas pensó que quizá debería estudíar algo. Como ninguna de las carreras denominadas liberales la divertía y como era buena para el dibujo se inscribió en la Escuela Nacional de Bellas Artes. No sin esfuerzo, finalmente se recibió y como premio su padre le pagó un viaje al exterior. Partió sin planes, pero al final, el destino la llevó por la línea Revlon, es decir Nueva York, Londres y París. Nueve meses, acaso más largo que el itinerario clásico de tres meses de sus compañeros, pero a Dolores no le gustaba imitar. Además, como le sobraba gran parte del dinero que su padre le había dado y con la excusa de que tenía parientes en España, se quedó. Nunca llegó a España, sino que en París conoció a un joven pintor que la despertaba con un buen café y los croissants calientes y le rascaba la espalda cuando ella lo solicitaba. Cuando llegó el verano boreal, Dolores empezó a molestarse por el calor y los olores del Barrio Latino y decidió que era momento de iniciar el retorno a casa.
Dolores volvió en julio y en agosto, a través de amigos comunes, lo conoció a Javier. Javier era periodista y había vivido fuera del país bastantes años y ahora intentaba ubicarse en Buenos Aires. Salieron al principio con entusiasmo porque a Dolores le recordaba sus andanzas por «las Uropas» cuando frecuentaban los restaurantes de las comunidades extranjeras. El atractivo de Javier era ese aire de sobreviviente de una generación que había sido diezmada por la dictadura reciente. Además conocía a todo el mundo en el ambiente bohemio y la llevaba a descubrir aspectos de la vida ciudadana que ella jamás se hubiera imaginado. Pero a los tres meses Dolores conoció a Pedro que tocaba el violín y vivía en un edificio Art Decó y se olvidó de Javier. Con Pedro salió un poco más, acaso cinco meses, hasta que en un vernissage de la calle Florida saludó muy cálidamente a Carlos, un actor a quien había conocido antes de partir de viaje y se fue a comer con él olvidándose de Pedro. Duró ocho semanas. Después vino Julio, Dámaso y Tomás y algunos más que no vienen al caso mencionar. Con ninguno de ellos pudo superar los seis meses, aunque una vez se propuso en serio tratar de hacerlo. Fue en vano aunque lo que sí pudo hacer es conocer a hombres que no se dedicaran al arte y a la vida despreocupada. Su terapeuta lacaniano le había sugerido que quizá podría quebrar su modus operandi si cambiaba de rubro. En verdad, desde los veintidós años no había frecuentado a nadie más que a escritores, pintores, actores, periodistas, fotógrafos, escultores, diseñadores gráficos, etc. Claro que el psicoanalista en parte decidió dar la terapia por terminada para poder iniciar una relación, ya que él consideraba que pertenecía a un rubro nada creativo y por esa razón digno de que Dolores experimentara con él.
Pasaron los años. En esta pequeña gran ciudad que es Buenos Aires la gente se muere, tiene hijos, se casa y se separa, hereda de una tía-abuela solterona, se muda a un departamento más chico, o se va a vivir al Sur para cultivar frambuesas y grosellas. Dolores cambió de terapia, de corte de pelo, dejó la pintura por el video y vió como todos sus hermanos empezaron a formar lo que se denomina una familia.
La gran declinación de las clases sociales tradicionales arreció a partir de finales de los 80s. Es decir gente que nunca había trabajado y simplemente había simulado trabajar lentamente se encaminó hacia la ruina. Ejércitos de nuevos ricos invadían los barrios y los clubes, los colegios y los sastres desplazando a quienes por dos, tres o hasta cuatro generaciones habían ocupado esos enclaves con comodidad. Por supuesto que siempre estaba la posibilidad de casarse con alguien rico para conservar su lugarcito en la sociedad, pero las personas que salían perdiendo eran los hombres tímidos y las mujeres separadas o las que ya habían pasado la edad de merecer.
Y ya pasaron quince años desde aquellos tiempos, cuando todos los protagonistas de esta historia eran jóvenes y bellos. Dolores heredó una estanzuela sobre la ruta 8 a pocos kilómetros de San Antonio de Areco y por lo menos un fin de semana por mes suele armar un asado con los viejos amigos y los nuevos conocidos.
El 25 de mayo del corriente año Dolores lo festejó con cordero. Esta fecha patria ha caído en desuso, aunque los viejos bohemios que han superado los cuarenta y los cincuenta se fuman unos porros para festejar. A algunos, cuyas memorias amparadas en la historicidad melancólica, les hacen creer que así deben de haber sido los festejos en el siglo diecinueve. Para otros, toda ocasión es buena para una parranda.
Tanto es así que el cordero, estaqueado en cruz, se asó a fuego lento bajo el escudriño parsimonioso de don Cleto, a la sazón de ochenta y siete años. Cabe señalar que el susodicho ha servido a cuatro generaciones por línea paterna de la familia de Dolores y ella, para no quebrar tradiciones casi centenarias, lo aceptó como parte de la herencia. El viejo habita un simpático ranchito de adobe sin baño ni agua corriente detrás del monte de eucaliptus al fondo a la derecha del casco.
Además del cordero propiamente dicho, en una parrilla había riñones de cordero, chinchulines de cordero, y mollejas de cordero para estimular el apetito de los escépticos y para tranquilizar a los impacientes. Estos comestibles son los que con seguridad, han provocado la expresión, probablemente de un miembro del clero, «boccato di cardinale».
La mesa en cuestión era una tabla que se apoya sobre tres caballetes, uno a un palmo de cada punta y otro en el centro. La superficie de la tabla era de dos metros y medio de largo por noventa centímetros de ancho con lo cual puede decirse que el ágape es un asunto semi-íntimo de diez personas.
Cuando los invitados se acercaron para sentarse Dolores asignó los lugares. Rodrigo, un ex del año pasado, a su izquierda. Joaquín su actual festejante, a su derecha. Directamente enfrentado a ella, sentó a Pablo un candidato interesante. A Lucas, que la había mirado con cara lánguida en las últimas tres oportunidades que se habían cruzado, lo sentó a la cabecera. Además estaban Clara y El Negro, una de las pocas parejas con quien había intimado en la última década y, para contradecir las malas lenguas que la acusaban que siempre se rodeaba de hombres, Dolores había invitado a tres mujeres de relleno, Rosa, Inés y Rocio.
A la izquierda de Pablo sentó a Rocio, a la derecha a Rosa. A la derecha de Rosa al Negro, Clara en la otra cabecera e Inés a la derecha de Clara. Con el equipo así formado se dio comienzo a las celebraciones. El vino, como se suele decir, corrió libremente, y los ánimos levitaron. Con seguridad no puedo afirmar cuales fueron las actividades que se realizaron por debajo de la mesa. Aunque suenen algo pedestres, puedo ofrecer algunas posibilidades. Por ejemplo que alguno de los comensales, hombre o mujer se quitara el zapato y con el pie intentara estimular los genitales de la persona inmedíatamente frente a sí. O que haya habido caricias subrepticias. Como se puede apreciar, nada de esto demasiado original, especialmente si se tiene en cuenta la edad, la posición social y el curriculum de los individuos en cuestión.
Lo interesante del caso es que este ágape no tiene nada de particular, es uno de tantos. La vida sigue igual para Dolores y para sus amigos. En un par de años podremos aparecer en un asado de 25 de mayo o en un cumpleaños de alguno de los presentes y el vino seguirá corriendo libremente entre uno que otro porro en honor de los nostálgicos. Dolores sigue con la impresión de que la adolescencia no se acaba nunca. Tiene amigos o parientes que tienen hijos cada día más grandes, pero ella cree que aquello es para más adelante. Entretanto hay que distraerse. Tanto es así que debo terminar aquí porque se me está haciendo tarde y tengo que pasar a buscar a Dolores para ir al cine.
Bollettino '900 - Electronic Journal of '900 Italian Literature - © 1997
<http://www3.unibo.it/boll900/numeri/1997-ii/Manara.html>
Giugno-Dicembre 1997, n. 2
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